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Después de millones de años de evolución de todos los sistemas en los que la vida se ha creado y desarrollado con la generosidad que siempre ha caracterizado a nuestra madre naturaleza para conseguir un equilibrio casi perfecto de evolución positiva, somos autorizados a comenzar a discernir entre causa y efecto, utilizando algunos instrumentos muy rudimentarios con los que aprendimos a defendernos y a cazar con ellos, sin necesidad de hacerlo exclusivamente con las extremidades y la boca, como los demás animales. A partir de entonces pudimos darnos cuenta de que inventando armas éramos mas capaces para conseguir alimentos y para conservar y defender al grupo ante los ataques de otros animales o grupos mas poderosos físicamente. Parece ser que este fue el momento en que comenzó el pensamiento a deambular por el cerebro de nuestros antepasados, haciendo que éste fuese aumentando muy lentamente para dar cabida a unos principios de independencia mental que podían derivar en muchas direcciones, y que significaban una extraña fuente de poder sólo al servicio de algunos individuos privilegiados. La capacidad de imitación consiguió que el resto se fueran incorporando a las nuevas técnicas, y el poder derivó desde la simple fuerza bruta hacia la combinación de esta con el ingenio y la organización. Los sonidos guturales dieron paso a las palabras y al comienzo de la historia oral.
Es el momento en que el equilibrio ecológico empieza a esforzarse por compensar los efectos de la depredación sobre las especies que cohabitan con este homínido superior, quien aprovecha su estatus de animal inteligente para mantener a su grupo a costa de ellas. A medida que van transcurriendo los siglos también aumenta la capacidad cerebral de nuestros antepasados favoreciendo una explosión demográfica sin precedentes, lo que da lugar al incremento de la presión de explotación sobre los ecosistemas más débiles, que luchan denodadamente por compensar sus déficits.
Todos los ecosistemas fluviales fueron generosos con la especie humana desde la prehistoria hasta las primeras décadas del siglo XX, dejándose extraer progresivamente un gran porcentaje de los seres vivos que los habitaban, que respondían compensando en lo posible los déficits que ocasionaban los sistemas rudimentarios de pesca empleados, padeciendo incluso mortandades ocasionadas por circunstancias meteorológicas, envenenamientos masivos, guerras o polución derivada de lavaderos de minas, etcétera. Parecía casi imposible que pudieran regenerarse después de estas catástrofes, pero obviamente habían llegado a un punto telepático de misterioso entendimiento entre extractores y reproductores, y casi siempre se podía mantener un equilibrio suficiente para no precipitarse por el abismo de la exterminación o la degeneración del medio acuático. Incluso teniendo en cuenta que apenas se había empezado a regular un sistema burocrático y de vigilancia de nuestros ríos que garantizase la conservación de las especies. El libre albedrío o la anarquía eran las reglas que imperaban, y la depredación directa se ejercía sin egoísmo económico al no estar generalizada su venta, y sin instrumentos de congelación para almacenar existencias.
Ríos emponzoñados
Pero había durado demasiado tiempo la felicidad de la regeneración espontánea y continuada y estábamos entrando en la era del progreso, con la motorización como abanderada del mismo, ayudada por el boom de productos sanitarios, electrodomésticos, industrias y nuevos establos, todos consumiendo ingentes cantidades de agua que eran devueltas a los ríos completamente emponzoñadas. Hasta entonces (y hasta mucho después) la depuración había brillado por su ausencia, lo que equivalía a que la limpieza de las aguas y de sus cauces sólo se efectuaba en primavera, y los seres indefensos que las habitaban (generalmente salmónidos y ciprínidos, además de los crustáceos y los cebos de río) comenzaron a sufrir las consecuencias de tamaño envenenamiento progresivo, lo que trajo como consecuencia la gran pandemia de la segunda mitad del siglo XX, denominada saprolegniosis, que diezmó a las truchas. El Órbigo guarda en su memoria escenas espeluznantes de toneladas de truchas muertas por sus orillas. Después les tocó a los cangrejos, a los que se les introdujo un compañero con un virus letal que los hizo desaparecer del mapa. Esto sí que fue ciencia ficción, porque la otra ciencia no suele emplearse para prevenir, y casi ni para curar las grandes lacras fluviales.
La previsión es una cuestión que nunca hemos ejercitado como tal y, por tanto, tratamos de reaccionar siempre a destiempo, una vez que los problemas nos desbordan y no tenemos tapones suficientes con los que obturar todos los agujeros por donde se nos va la vida de las criaturas del agua, a las que tantas declaraciones de amor hemos hecho, prometiéndolas un estado de bienestar que la realidad se ha encargado de desmentir. Los agujeros y los baches se nos han convertido en socavones, y los pequeños parches ya no tienen el diámetro suficiente para abarcar y reparar los grandes defectos. La depuración de las aguas ha comenzado tímidamente, sin ganas, con la única intención de justificarse ante el desastre después de cuarenta o cincuenta años de retraso, con el agravante de que muchas de las depuradoras que están ya construidas no funcionan por falta de atención u otros defectos. Las repoblaciones con truchas no autóctonas (y en muchos casos estériles) han venido a agravar aún más el problema, desplazando y estorbando a las del país, o produciendo un problema de hibridación no deseado. La introducción del lucio, que sirvió de cabeza de turco hasta que se comprobó que no era tan fiero, mientras se le exterminaba con la pesca eléctrica produciendo un efecto negativo sobre las demás especies que cohabitaban con él. El cangrejo rojo que contagió y exterminó al nuestro. La arbitrariedad en los caudales ecológicos, la solidificación de los fondos, etcétera. Muchos de estos desmanes dieron como resultado la generalización de la saprolegniosis, de la que no se han podido recuperar nuestros ríos más emblemáticos, como el Esla, el Órbigo, el Sil, el Tera, etcétera, que se han convertido en sombras fantasmagóricas de lo que fueron cuando nadie los controlaba.
Habiendo llegado al convencimiento de que el ser humano y sus instituciones no están capacitados para conservar los bienes que la naturaleza les ha regalado y que habían costado millones de años para su creación, no estaría de más que se pudieran constituir algunas oenegés fluviales, compuestas por biólogos, veterinarios, ecólogos, pescadores y ribereños, que pudieran intervenir en los problemas más lacerantes de nuestra red fluvial, tratando de mantener mínimamente la sanidad de las aguas y la pervivencia de los seres que las pueblan, muchos de ellos en peligro de extinción. O transformar los organismos derivados de Medio Ambiente, previo exhaustivos cursillos preparatorios para todos sus componentes (empezando por los cargos directivos), en oenegés de mentalización de amplio espectro ecologista, con perspectivas de visión de futuro, ejerciendo de conservadores reales para poder presumir de progresistas. Tampoco vamos a pretender que sean altruistas, pero que se lo ganen.